Noventa pasajeros en un autobús para cincuenta plazas, anotó en el cuaderno. Mujeres, ancianos, muchachos, pero todos con sus parejas de cestas o sus parejas de bolsas. Incluso dos gallinas, convenientemente sujetas, cuyas patas al aire se crispan cada cierto tiempo. Y en el asiento de enfrente, esa pareja formada por dos viejecitos arrugados, que le miraban en silencio desde que salieron de Pamuz cuatro horas antes, y comenzó aquel viaje que podía ser un gesto de solidaridad, u otro acto más de publicidad de la empresa que fundaron Roque y él.
Roque y él accionistas de aquel invento sustentado sobre luz y entusiasmo que se llamó Dencine, y que llegó a producir alguna que otra buena película, especie rara en el país pese a todas las revelaciones y campañas. La productora de la que Roque salió huyendo dos años atrás, porque decía que se ahogaba, que necesitaba un cambio; y que curiosamente, ahora iba a competir en esa ceremonia de Navidad elevada al cubo que llaman con un nombre ridículo. Porque las palabras no poseen el menor valor para todos esos magnates que habitan mansiones con piscinas kilométricas, sólo las imágenes tienen sentido.
A Lisa la conocía de antes, otro detalle que durante algún tiempo le pareció importante, aunque finalmente fuese a ser tan irrelevante como el resto de circunstancias con las cuales organizó el carnaval de desvelos y reproches durante bastante tiempo.
Cuatro horas desde que aquella tartana que llamaban: el autobús de los palmerales, enfiló la carretera del Sur y el paisaje poco a poco se fue engullendo a sí mismo. Como si las llanuras devorasen las huertas y las casas, las montañas y las lomas, hasta dejar sólo esa estepa vacía que no tiene ni principio ni fin. EL DESIERTO. Anotó con mayúsculas, creyendo que así expresaría mejor el estado de ánimo que le producía. Y cerró aquel cuaderno, que no se creía capaz de usar cuando lo compró en Pamuz, luego de dos días recorriendo los hoteluchos de la ciudad en busca de una pista de su socio.
Roque y él accionistas de aquel invento sustentado sobre luz y entusiasmo que se llamó Dencine, y que llegó a producir alguna que otra buena película, especie rara en el país pese a todas las revelaciones y campañas. La productora de la que Roque salió huyendo dos años atrás, porque decía que se ahogaba, que necesitaba un cambio; y que curiosamente, ahora iba a competir en esa ceremonia de Navidad elevada al cubo que llaman con un nombre ridículo. Porque las palabras no poseen el menor valor para todos esos magnates que habitan mansiones con piscinas kilométricas, sólo las imágenes tienen sentido.
A Lisa la conocía de antes, otro detalle que durante algún tiempo le pareció importante, aunque finalmente fuese a ser tan irrelevante como el resto de circunstancias con las cuales organizó el carnaval de desvelos y reproches durante bastante tiempo.
Cuatro horas desde que aquella tartana que llamaban: el autobús de los palmerales, enfiló la carretera del Sur y el paisaje poco a poco se fue engullendo a sí mismo. Como si las llanuras devorasen las huertas y las casas, las montañas y las lomas, hasta dejar sólo esa estepa vacía que no tiene ni principio ni fin. EL DESIERTO. Anotó con mayúsculas, creyendo que así expresaría mejor el estado de ánimo que le producía. Y cerró aquel cuaderno, que no se creía capaz de usar cuando lo compró en Pamuz, luego de dos días recorriendo los hoteluchos de la ciudad en busca de una pista de su socio.