Me encargaron un artículo sobre Ingmar Bergman antes del verano, y su reciente muerte ha puesto aún más de actualidad el monográfico que la revista El Fingidor, de la Universidad de Granada planea dedicarle.
Decidí hacerlo sobre “Pasión”, una de sus mejores películas, pese a que no cuenta con la aureola de “Fanny y Alexander” o “Secretos de un matrimonio”.
Confieso que me ha costado escribir sobre el gran maestro sueco, pese a que me fascina su escritura dramática, su dirección de actores, y la planificación de las escenas. Pero es que Bergman, a pesar de su colosal talento, trasmite un mensaje contra el cual hay algo que se revuelve en mi interior. No es únicamente por su pesimismo sobre las relaciones humanas, su desconfianza en la fuerza redentora de los sentimientos, es que al final de cada una de esas escenas tan magníficamente filmadas me queda la sensación de que Bergman se ha dejado algo fuera. Que ha omitido un pulso fundamental de sus personajes, ese instante en que se permitieron un gesto de grandeza, de ilusión o de sacrificio, que contradice o al menos justifica todo lo anterior. No somos ángeles, cierto, pero el príncipe de la oscuridad que Bergman dibuja tampoco me parece fidedigno.
Puede que nuestra modernidad necesitase un cineasta de la talla de I. Bergman para mostrarnos los rincones más oscuros del mundo de la pasión y los sentimientos, pero si en nuestro interior habitase únicamente el caudal de confusión y malestar que él muestra en sus películas, no tendría el menor mérito estar vivo. Y eso es algo que no me gustaría tener que aceptar.
Domus Cáliz
por si alguna vez no fuese posible vivir en otro lugar
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