Hay quien opina que los hospitales son todos iguales, y hay quien dice que no se parecen a nada. Algunos los llaman sanatorios, otros prefieren el nombre de clínica. Lo cierto es que en general las habitaciones son siempre similares, muy similares y muy simples: camas, sillones de plástico, una mesita austera, y una foto con una enfermera pidiendo silencio. Unas lámparas que emiten una luz tan monótona, que parece que a ratos deja de existir.
En realidad solo quien haya pasado una larga temporada en ellos, sabe lo que son. Para empezar, aquí traen a los enfermos. No vienen, los traen. Pero ¿Qué es un enfermo? Un día, cuando estaba recién llegado, se lo pregunté a los médicos que me visitaban. Se miraron unos a otros, el cardiólogo se llevó la mano al corazón, el de digestivo me apretó el estómago, la enfermera se apartó a un lado y el siquiatra exclamó: interesante, muy interesante. Organizaron una reunión, estuvieron horas discutiendo y luego ordenaron que me hiciesen diversas pruebas: punciones, sondas, placas, extracciones, purgas, cosas todas dolorosas y desagradables. Yo adivinaba si la prueba de ese día iba a ser dura por el número de enfermeras que venían a hacérmela: más batas verdes, peor. Decidieron que volverían a verme cuando tuvieran todos los resultados, pero no vinieron. Al menos yo no les vi. El siquiatra sí que volvió. Se sentó enfrente y estuvo un buen rato haciéndome preguntas que no contesté. Tomó notas de todo, de mi colocación en la cama, de la dirección en la que miraban mis ojos, hasta de la postura que él mismo había adoptado. Cuando se marchaba, se despidió con un simple: volveré para otra sesión. Y entonces le respondí: interesante, muy interesante.
En realidad solo quien haya pasado una larga temporada en ellos, sabe lo que son. Para empezar, aquí traen a los enfermos. No vienen, los traen. Pero ¿Qué es un enfermo? Un día, cuando estaba recién llegado, se lo pregunté a los médicos que me visitaban. Se miraron unos a otros, el cardiólogo se llevó la mano al corazón, el de digestivo me apretó el estómago, la enfermera se apartó a un lado y el siquiatra exclamó: interesante, muy interesante. Organizaron una reunión, estuvieron horas discutiendo y luego ordenaron que me hiciesen diversas pruebas: punciones, sondas, placas, extracciones, purgas, cosas todas dolorosas y desagradables. Yo adivinaba si la prueba de ese día iba a ser dura por el número de enfermeras que venían a hacérmela: más batas verdes, peor. Decidieron que volverían a verme cuando tuvieran todos los resultados, pero no vinieron. Al menos yo no les vi. El siquiatra sí que volvió. Se sentó enfrente y estuvo un buen rato haciéndome preguntas que no contesté. Tomó notas de todo, de mi colocación en la cama, de la dirección en la que miraban mis ojos, hasta de la postura que él mismo había adoptado. Cuando se marchaba, se despidió con un simple: volveré para otra sesión. Y entonces le respondí: interesante, muy interesante.
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